La cautividad es un fenómeno social presente desde tiempos remotos en las luchas por conquistar territorios, pueblos y personas. Se llama cautiva a la persona que ha sido tomada a la fuerza en batalla por el enemigo, en el asalto a una ciudad o durante la travesía por salteadores de caminos o piratas, quedando su libertad diezmada no sólo en la dimensión física, sino y especialmente, en lo concerniente a la autodeterminación y en lo que hoy se denomina libertad de conciencia y de expresión. Con la pérdida de la libertad, el cautivo pierde su dignidad humana, la dignidad hijo de Dios, que en Cristo nos libertó.
Durante la Edad Media, la Península Ibérica vivió una serie de conflictos políticos, étnicos y religiosos entre los reinos cristianos que la habitaban y las milicias islámicas que buscaban conquistarla. Como toda guerra, estos enfrentamientos produjeron también cautivos. Siete siglos de lucha, conquistas y defensas, siete siglos de cautivos.
El cautiverio no era una cuestión menor, laceraba la vida de cientos de personas, dividía familias, inquietaba gobernantes. El rey de Castilla, Alfonso X, el sabio, escribía en sus célebres Siete Partidas:
…cautivos son llamados por derecho aquellos que caen en prisión de hombres de otra creencia; y estos lo matan después que los tienen presos por desprecio que tienen a su ley, o los atormentan con muy crudas penas, o se sirven de ellos como siervos metiéndolos a tales servicios que querrían antes la muerte que la vida; y sin todo esto no son señores de lo que tienen pagándolo a aquellos que les hacen todos estos males, o los venden cuando quieren. Por lo que por todas estas cuitas y por otras muchas que sufren, son llamados con derecho cautivos, porque esta es la mayor pena que los hombres pueden tener en este mundo.[1].
En siglos posteriores, el mercedario Fray Gaspar Rodríguez de Torres, en su obra Ejercicios de Vida Espiritual dirá de la cautividad:
Nunca género de pobreza llegó a estado que pudiese competir con el cautiverio. Porque si es pobreza padecer necesidad y tener poco, y gran pobreza no tener cosa alguna, suma pobreza será no tenerse ni aun a sí mismo. Y a este punto sólo el cautivo llega, pues hasta su persona y libertad goza otro dueño.[2].
A finales del siglo XII, el joven mercader Pedro Nolasco, nacido en la geografía del Reino de Aragón, se encuentra de cerca con la terrible situación de cientos y cientos de cristianos que habían sido hechos cautivos por los moros, llevados a sus ciudades y tratados de las maneras más inhumanas, con un particular que le incomodó en lo más profundo de su ser: a los cautivos se les impedía profesar la fe en Cristo.
A partir de 1203, Pedro Nolasco, con un grupo de compañeros laicos cómo él, vuelca su vida, tiempo, esfuerzo y bienes materiales en la noble empresa de redimir cautivos cristianos, yendo a las ciudades de los mahometanos y comprando con su propio dinero, grupos numerosos de cautivos, regresándolos a sus tierras natales, al calor de la familia y a la libertad de la fe.
Durante quince años, Nolasco realiza esta labor, sin más norma que el amor cristiano, hasta que la noche del 1 al 2 de agosto de 1218, en una experiencia mística, la Virgen María, le manifiesta el beneplácito de la Santísima Trinidad ante la obra de caridad que él desempeñaba y le pide fundar una orden religiosa, cuyos miembros dedicaran la totalidad de su vida a la redención de cautivos cristianos.
Sin demoras, Pedro Nolasco inicia las gestiones para cumplir el deseo de la Madre del Cielo. La Orden de la Bienaventurada Virgen María de la Merced fue fundada el 10 de agosto de 1218, por san Pedro Nolasco, en la catedral de Barcelona, contando con el apoyo del rey de Aragón, Jaime I, que regaló a la naciente Orden su escudo de armas (las barras rojas aragonesas) y el hospital de SantaEulalia como primer convento y centro de operaciones, y del obispo barcelonés Berenguer de Palau, que respalda la nueva comunidad y le obsequia con el escudo de su catedral, la cruz blanca.
La Orden de la Merced se desarrolla rápidamente y extiende su actividad redentora, fundando conventos en toda la geografía Ibérica, Francia e Italia, ejerciendo en grado heroico la redención de cautivos.
La Iglesia confirma la vida y la misión de la Orden Mercedaria, por medio de la Bula Devotionis Vestrae, del papa Gregorio IX, emitida el 17 de enero de 1235.
Las formas de cautiverio han evolucionado a lo largo de la historia. El hecho de que no haya cautivos como los hubo en el tiempo de Nolasco no supone la desaparición de las cautividad, sino de un tipo de cautividad, perviviendo muchas otras formas de ella, que del mismo modo amenazan la fe y la dignidad de los hijos de Dios, lastimosamente en los albores del siglo XXI, en los que la sociedad humana se jacta de grandes avances tecnológicos pero que, paradójicamente, no ha sido capaz de darle coherencia a una serie de declaraciones que postulan la abolición de la esclavitud como uno de sus alcances más significativos.
Y así, día a día nos topamos con un sin número de cautivos, sin cadenas físicas, pero atados a complejos sistemas de opresión: explotación sexual y laboral, falta de oportunidades en todos los ámbitos de la vida que conducen al delito y al castigo de la cárcel, carencia de libertad religiosa, dependencias de fármacos y drogas, el odio de quienes se ostentan dueños de la tierra y desprecian a quienes vienen de otras latitudes, y un largo etcétera que interpela a los mercedarios de hoy y nos hace incomodarnos ante el dolor de nuestros hermanos que piden libertad
A punto de cumplir ocho siglos de vida fecunda al servicio de la libertad, la Merced presente en 23 países, en 4 continentes, con el ardor de los orígenes en medio de un mundo plagado de cautividades nuevas, distintas a la que conoció Pedro Nolasco, pero no menos deshumanizantes, al contrario, más perniciosas y degradantes de la dignidad humana.
[1] ALFONSO X, Las siete partidas, (Segunda Partida, Título XXIX, Ley Primera) http://www.vicentellop.com/TEXTOS/alfonsoXsabio/las7partidas.pdf.
[2] RODRÍGUEZ DE TORRES, M., Ejercicios de Vida Espiritual en MILLÁN, J., Pedro Nolasco, el Otro Redentor, 91.
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