El adviento
desde la Misión y la cárcel
Juan Bautista aparece
en el Evangelio como la figura del hombre que precede a Cristo. Y no cabe duda
que la misión de Juan Bautista, la misión de preparar el camino del Redentor,
la misión de precursor se encaja en su vida como algo que él tiene que vivir,
que tiene que aceptar.
La vocación de Juan
Bautista no se da simplemente por el hecho de que Dios llama a su vida; también
se da, se cuaja, se fecunda, se madura porque, con su libertad, Juan Bautista
acepta esta misión. Ya su padre Zacarías había hablado de su misión cuando Juan
es llevado a circuncidar. Zacarías dice que ese niño “será llamado Profeta del
Altísimo porque irá delante del Señor a preparar sus caminos, para anunciar a
su pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados” (Lc 1, 76-79).
Esta es la misión del
precursor, ser el hombre que va delante del Señor, que prepara sus caminos y
que anuncia el gran don que es el perdón de los pecados. Lo que hace grande a Juan es que la misión que Dios le propone, él la
lleva a cabo. Y el hecho de que sea el precursor, de alguna manera, se
convierte para Juan Bautista no sólo en un motivo de gloria para él, sino que
también se convierte en el modo en el que él llega a nuestras vidas.
También en cada uno de
nosotros se realiza una misión semejante. En cierto sentido, cada uno de nosotros es un precursor,
es un hombre o una mujer que va delante en el camino de la Redención. Todos
estamos llamados, al igual que Juan Bautista, a realizar, a llevar a cabo
nuestra misión.
¿Hasta qué punto
valoramos la misión que se nos encomienda? ¿Sabemos
apreciar el don que hemos recibido con el bautismo? (Mt. 3, 13-17). Un don
que, como dirá Zacarías, no es otra cosa sino “el Sol que nace de lo alto para
iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte y para guiar
nuestros pasos por el camino de la paz”. Ese es el don que recibimos, el don
que Cristo viene a traer.
Pero, el don que Cristo viene a traer, lo trae a través de
otras personas, a través de precursores. ¿Yo valoro el don de Cristo, el don que yo puedo dar a mis
hermanos? ¿Me doy cuenta de la inmensa riqueza que supone para mi vida, pero
también la inmensa riqueza que supone para los demás? Cuántos hombres —como
dirá también Zacarías— viven en manos de sus enemigos y en manos de todos los
que los aborrecen. Cuántos hombres y mujeres son atacados, denigrados,
humillados, hundidos, manipulados.
Y sin embargo, la misericordia de Dios tiene que llegar
a sus vidas. Pero ¿cómo va a llegar si no hay nadie que lo proclame, si no hay
nadie que vaya delante del Señor para preparar sus caminos y anunciar a su
pueblo la salvación? ¿Cuántos corazones no podrán encontrarse con Cristo en
esta Navidad?. ¿Cuántos corazones no van a saber que Cristo nace para ellos
y por ellos? ¿No va a haber nadie que se los enseñe, no va a haber nadie que
les predique el camino de la Salvación?
¿Podremos ser tan
egoístas como para cerrar el conocimiento de la salvación a los demás? Nuestro
corazón no puede pensar tanto en sí mismo como para olvidarse del don que tiene
para dárselo a otro. Es una tarea que tenemos que hacer; pero no la podemos
hacer si no valoramos primero el don que podemos tener en nuestras manos, si no
somos nosotros los que acogemos, los que recibimos el don de Dios. Un don que
tiene que vivirse, que tiene que manifestarse, de una manera muy especial, a
través de nuestro testimonio de vida; un
don que no es tanto la teoría y consejos que podemos decir a los demás, sino
sobre todo, lo que nosotros estamos haciendo con nuestra vida.
¡De que poco nos
serviría decir que valoramos mucho el don de Cristo que viene en esta Navidad
si no lo transmitiéramos, si no lo diéramos a los demás! ¡De qué poco serviría que dijéramos que queremos ser estos profetas del
Altísimo que van delante del Señor para preparar sus caminos, si nuestra vida
no se transforma, si nuestra vida no recibe esa visita de Dios, si nuestra vida
no quiere ser recibida por Cristo nuestro Señor! No se puede, es imposible.
Antes que redimir a otros, hay que
redimir mi corazón, hay que cambiar mis actitudes, hay que cambiar mi
comportamiento. Tengo que ser el primer redimido. Tengo que redimir mi
corazón, tengo que cambiar mis actitudes, tengo que ser el primero que acepta a
Cristo como el que me salva de mis pecados, como el que me salva de mis
fragilidades.
Dice Zacarías:
“[Dios], desde antiguo, había anunciado, por boca de sus santos profetas: que
nos salvaría de nuestros enemigos, de las manos de todos los que nos aborrecen
[...]”. ¿Cómo se podrá hacer eso? ¿Se podrá hacer sin un cambio en mi corazón?
¿Se podrá hacer sin un trabajo sistemático en las virtudes cristianas? ¿Se
podrá hacer sin el testimonio de caridad, justicia y fortaleza? ¡Es imposible! Cristo necesita de nosotros para poder
llegar a los demás. ¿Estaremos
dispuestos a ser nosotros ese precursor de Cristo entre los hombres?
En el himno con el
cual Zacarías celebra el nacimiento de su hijo, sobre todo, de su misión, termina diciendo: “Dios va a guiar nuestros pasos por el
camino de la paz”. La paz que todos buscamos y necesitamos. ¿Cuántas
inquietudes, cuántos nudos no resueltos, cuántos problemas sin concluir hay
para nosotros en esta Navidad? Cada uno de nosotros debería decirse a sí mismo:
¿Qué voy a hacer, cuál es el cambio que yo voy a dar, cómo voy a hacer para que
mi vida, en esta Navidad, se acerque más al Señor?
Tendremos que aprender a perdonar y sembrar así el perdón en
los demás y aceptar que nos hemos equivocado, tenemos que aceptar dar el primer
paso para tender la mano, porque sin duda ese camino de la paz no se podrá
llevar con plenitud y verdad, mientras nosotros no aceptemos con plenitud y
verdad el plan de Dios sobre nuestra vida.
¿Por qué seguirme
escondiendo del plan de Dios? ¿Por qué seguirle dando vueltas a lo que Dios me
está pidiendo? ¿Acaso no lo he oído? ¿Acaso
no se me ha proclamado con mucha frecuencia este plan de Dios?. Ninguno de
nosotros entrará en el camino de la paz que Zacarías profetiza cuando ve a su
hijo, si no somos capaces de oír lo que Dios nos pide, el cambio concreto que
pide a cada uno.
El Bautista está en la
cárcel (Mt 11, 2-11). Desde su calabozo ha oído de Jesús y de sus obras, pero
no corresponde con la idea del mesías que tenía. Este Dios de amor y de ternura también puede defraudar a aquellas personas
que se han hecho un Dios a su imagen y semejanza. Un Dios del miedo y del
castigo. Un Dios que tiene que escuchar y sacarnos de los apuros. Un Dios que
tiene que “premiar” nuestras buenas obras. Un Dios que destruye a “mis”
enemigos. Un Dios milagrero. Un Dios que se contenta con que sus devotos cumplan
ciertas normas y leyes. Un Dios que me tiene que dar el cielo, gracias a “mis”
méritos ...
Nos sorprende la duda
de Juan. ¿Se sentía defraudado de Jesús?, Jesús
anuncia la buena nueva, cura enfermos, tiene compasión de todos. Por eso Juan
envía a sus discípulos a preguntarle a Jesús: "¿Eres tú el que ha de
venir?"Cristo contesta: "dichoso aquel que no se sienta
defraudado de mi" y le manda decir que los ciegos ven, que los sordos
escuchan. No podemos desilusionarnos de
Jesús por no cumplir con lo que nosotros esperamos que haga por nosotros.
Él va más allá de todo lo que podemos esperar, curará nuestras necesidades y
dolores, nos anuncia la buena nueva. Nos
pide confianza y alegría, dejarnos en sus manos.
Llega a nosotros el
mensaje de alegría y esperanza en el Adviento. Que el camino de la paz sea para nosotros la fidelidad y el seguimiento
del camino de Cristo.
Que la Navidad nos
conceda ver surgir en nuestras vidas el Sol que nace de lo alto. Ese Sol que
ilumina nuestras sombras particulares: nuestras sombras en la familia, nuestras
sombras en nuestro ambiente, nuestras sombras en nuestra vida espiritual. Que
pueda—como dice Zacarías— guiar nuestros pasos por el camino de la paz
auténtica, que no es otra cosa que nuestro Redentor.
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